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Article d’opinió de Marianella Yanes Oliveros

(…) un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. (…) el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. (…) El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método”.

Julio Cortázar

A propósito de la cita, o epígrafe, de Cortázar, escuchaba en la presentación del libro “Barco de piedra” de Albert Pardo, la pertinencia o no de los cuentos en esta sociedad donde la novela es el género predilecto de los editores. Me conminó a escribir de inmediato, como un desafío, una excitación oportuna, una tentación amielada por mi procedencia: el continente de les cuentistas mágicos, retadores. De hecho, escuchando las discretas palabras del mismo Albert y su editor, considero una valentía amorosa el decidir elegir el cuento como forma de acercarnos al imaginario de estas últimas décadas.

Vivimos tiempos inmediatos, sin respiro.  Abrumados por su transcurrir, por el cambio de orden mundial, por las epidemias y sus consecuencias, los cuentos son una divina necesidad.  Nos invitan a recibir el impacto y la motivación de imágenes, personajes definidos y decididos, argumentos que nos ganan desde la primera línea, desde el título mismo.  Un cuento no deja nada para más tarde, es la lectura en un respiro, con poco oxígeno.  Por eso escribirlos es tan complejo.  Requieren días de pensamiento largo. Reflexión que nos trae insomnes, para que luego el lector se ahogue en el asombro y la sorpresa.

Pienso que la literatura vale en todos sus géneros, ella misma es maravillosa.  Pero, el cuento, particularmente, atrapa con finesa la filosofía del devenir sin que nadie lo note.  Más bien lo deja como una intuición.  Algo que late, pero no sabemos exactamente qué. Es el presentimiento mismo, que requiere agudeza para describirlo y descubrirlo.

Chejov, García Márquez, Inés Arredondo, Teresa de la Parra, Poe, Borges, Poniatowska, Puig, Quiroga, por ejemplo, depositaron en el cuento su fe.  La certeza de contar, de hacer relevantes la palabra y la historia. Un arte que seduce.  Que te coloca justo en ese lugar donde no cabe el abandono.

El otro tema es el rescate de lo oral. El lenguaje como emergencia. Permitirnos escribir como hablamos, también es un desafío.  Salir de las jaulas académicas, de la predicción erudita, nos hace libres ante el papel. Lo dialógico y cercano a cualquier conversación en las vías de un tren, o en la cola del supermercado, o con el dolor de un velatorio, en la ritualidad de lo cotidiano, humaniza la literatura.  El lenguaje puesto al servicio de lo conversatorio. Hacer sentir al lector participe de un diálogo en su territorio, con sus herramientas, nos humaniza y nos hace carne; autores cercanos, de pasión y huesos.  Con sentimientos, hambres y pesares.  Por esto y más, seré siempre una defensora del Cuento.  Vivo su desgarramiento, su actualidad, como personaje de una historia.  Su defensa y actualidad será siempre una prioridad para los que amamos el género.  Es lo que nos permite saber que la literatura no es meramente mercancía.